Estuve al menos media hora en uno de los vagones del metro N, en mi trayecto rumbo al sur de Manhattan, varado en algún punto impreciso entre las estaciones de la calle ocho y la calle 14. En aquel entonces no tenía teléfono móvil. (A decir verdad, no creía en los teléfonos móviles: me irritaba sobremanera la gente que andaba arriba y abajo en cuchicheo perenne con Dios sabe quién al otro lado de la línea). Horas después, aclaradas las dudas, comprendería que de poco me habría valido una conexión celular. Casi todos los circuitos telefónicos en ese momento estaban incapacitados.
Al principio no nos dijeron nada. Por suerte o por desgracia, mis años en Cuba me habían familiarizado con la vaguedad como método de información, así que intenté ignorar aquel desconocimiento que nos mantenía, en su forma más literal, bajo tierra: las autoridades ferroviarias habían optado por preservar la calma en el submundo. Ya al cabo de cinco minutos, cuando la parada irregular se había extendido mucho más de lo acostumbrado, empezaron a anunciar por el sistema de altoparlantes que debido a una congestión al sur de Manhattan estaban demorando —y hasta desviando— los trenes que iban al área de Wall Street.
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Archivado en: Crónicas, Misceláneas Tagged: 9/11, NYC, once de septiembre